La Devesa recobrada

Javier Cercas – EL PAÍS 

SOBREVIVIR EN EL ASFALTO Hace poco leí que Eugeni d’Ors definía Girona como una ciudad ordenada por la fiebre de Dante, con el infierno en las murallas, el purgatorio en las iglesias y el paraíso en la Devesa.

 

“Joder”, pensé, “toda la juventud viviendo en el paraíso y yo sin enterarme”. Lo de D’Ors lo leí en un libro muy bueno titulado La Devesa, paradís perdut, de Narcís-Jordi Aragó. Es de hace 20 años -de cuando uno vivía en el paraíso-, pero en muchos aspectos sigue siendo válido ahora mismo, no sólo por su minuciosa indagación histórica, sino también porque el problema central que plantea ha sido históricamente el problema central del parque urbano más frondoso y extenso de Cataluña: su integración en la vida de la ciudad, que casi siempre ha vivido de espaldas a él. En comparación con el cambio tremendo que en los últimos 20 años ha experimentado Girona, uno puede tener la impresión de que la Devesa ha cambiado menos -lo cual es cierto-, pero basta abrir los ojos para advertir que, si antes se hallaba en el extrarradio, ahora está casi en el centro -porque la ciudad ha crecido al otro lado del río Ter-, que casi todas las concesiones privadas que hipotecaban el parque han pasado a ser espacios públicos y que, por uno u otro motivo -las ferias en otoño, las carpas nocturnas en verano, el mercado todo el año-, en la Devesa siempre hay gente. La Devesa perduda es el título de un poema admirable de Narcís Comadira; leído más de 20 años después de su publicación, el poema no es una elegía de la Devesa, sino de la juventud. Porque en este tiempo todos nos hemos hecho viejos, pero la Devesa no. O simplemente porque la juventud es el paraíso.

Quedo a comer con Isabel Salamanya. Salamanya es la concejal de Medio Ambiente del Ayuntamiento de Girona; también es una de esas mujeres guapas, prácticas e inteligentes que intimidan un poco. Me habla del Plan Especial de la Devesa, un proyecto global para el parque que, con las modificaciones impuestas por el cambio tremendo de la ciudad, sigue vigente desde los ochenta. Me dice que se gastan 40 millones de pesetas anuales en el mantenimiento de la Devesa. Me dice que existe un registro exacto del estado de cada uno de los plátanos de la Devesa. Me dice que vayamos a la Devesa. Vamos a la Devesa. Donde hace 20 años había un jardín hay un jardín, y un campo de fútbol donde había un campo de fútbol, y la Hípica está donde estaba la Hípica; pero donde hace 20 años había un pabellón destartalado ahora está el Palau Firal, y donde estaba el estadio del GEIEG ahora hay un prado, y otro prado donde estaba la discoteca Piscis, y donde no había nada hay ahora un montón de bares nocturnos, y donde había un paseo suburbial que de noche cobijaba a los homosexuales hay ahora un paseo iluminado por grandes farolas y un puente que cruza hasta el otro lado del río donde, hace 20 años, había unas chabolas de hambre (las llamaban Río) y ahora un pabellón de deportes y una perspectiva de casas adosadas y árboles y prados muy verdes. Sintiéndome de golpe viejísimo, le pregunto a Salamanya dónde está ahora la gente de Río. “Ven”, me dice, y coge el coche y me lleva a Germans Sàbat, a Vilarroja, a Mas Ramada, a los barrios más extremos y deprimidos de la ciudad. “Esto es otra crónica”, le digo. “No”, contesta. “Es la misma”. Entonces se me ocurre que a lo mejor he leído a D’Ors y que, como si yo fuera un Dante sin fiebre y ella Virgilio, después de enseñarme el paraíso quiere enseñarme el infierno. Pero el mundo ya no está ordenado, y ni el paraíso es el paraíso ni el infierno el infierno, y por eso estos barrios son a ratos como esos prósperos y limpios pueblecitos andaluces donde a ratos le gustaría vivir a uno. Al llegar a la Font de la Pólvora, habitada mayoritariamente por gitanos, la sensación de limpieza y prosperidad se evapora. La gente, sin embargo, parece feliz; todo el mundo está en la calle: un grupo de niños salta sobre un colchón polvoriento; varias mujeres se prueban los vestidos que rebosan de una camioneta; un grupo de hombres fuma y palmea al ritmo de Macarena. “Son los de Río”, me dice Salamanya, jubilosa, parándose a cada10 metros para hablar con alguien. Pero yo entiendo “Los del Río”, pego un salto y contesto: “¡Heyyyy, Macarena!”.Ahora son las diez y media de la noche. Salamanya debe de estar dándole alegría a su cuerpo. Yo estoy en la Devesa, con un gin-tonic y Jordi Álvarez, el disc-jockey de la carpa del Nummulite. “¿Cuándo viene la gente?”, le pregunto, señalando las carpas vacías. “A partir de las 12.30”. “¿Mucha?”. “Demasiada”. “¿Todos los días?”. “Casi todos” Pero, como hoy es miércoles y toca un grupo que se llama Not Lasting -más o menos No Dura-, a las 11.30 la carpa está llena de jóvenes agresivamente jóvenes, que me miran como si fuera un intruso en el paraíso. El grupo toca un rock durísimo y rarísimo, que me hace sentir más viejo que nunca. Pienso en la Devesa perdida de Comadira y en un verso suyo, en el que el tiempo es “un corc que se’ns menja la fusta”. Porque nada dura en mi ciudad -excepto la Devesa y unas pocas piedras y unos pocos poemas-, acaba el concierto. Cuando me marcho es muy tarde, pero siguen llegando a la Devesa habitantes del paraíso.

* Este articulo apareció en la edición impresa del Lunes, 14 de agosto de 2000

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